Cada vez que camino frente a una escuela, un patio lleno de niños correteando, la ventana de una clase en la que un coro recita las tablas de multiplicar, añoro esos años tan tiernos y "duros".
Y a la vez más recelo mi libertad.
Pienso que la educación española necesita una reforma de arriba a bajo, es más, necesitamos una nueva educación, un nuevo empuje, una escala de color que seguir pintando para llegar al arco iris de la verdadera enseñanza.
De pequeños, nos enseñan a repetir la lección una y otra vez, a la antigua usanza, para retener conceptos de memoria, vana memoria también, traicionera, pues a los dos días casi ni te suenan los títulos del tema que te aprendiste.
Los métodos de enseñanza tiene que modernizarse y los profesores deben explorar su campo y su imaginación, descubrir sus proias técnicas de estudio, los trucos.
Hay que aprender a explicar también para qué necesitan saber todas esas cosas porque los niños, si no entienden la información que leen, ¿cómo van a entender de qué les sirve todo eso?
Un niño debería saber porque entiende lo que se le enseña y no por cuestiones memorísticas o intelectuales nada más.
Quizás el primer paso de esa gran obra, sea entender nosotros mismos al mundo que nos rodea para ser capaces de transmitir la razón crítica que envuelve nuestros actos, y quizás estos sean como son precisamente porque muchos carecen de razón y de crítica.
Añoro aprender, exprimir, experimentar como un niño qué sucede al escarbar en tierra mojada, qué hay tras las gafas de sol de papá o cuán grandes son los zapatos de tacón de mamá para mis pies... Y sin embargo, cada vez me aferro más a mi libertad para descubrir qué puedo hacer con lo que se y qué hacen los demás con lo que les doy.
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